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3 de diciembre. La sensación del avión no es nada del otro mundo. Es como un camino en la autopista sólo que sin baches. El despegue dura no más de cinco minutos; el aterrizaje es como subir en un ascensor repetidas veces. Para cenar nos ofrecieron guisado de pollo con verduras y arroz. El cielo comenzaba a despejarse, las nubes a quedar bajo nuestros pies. Las estrellas se hacían cada vez más brillantes. La ciudad se alejaba.



Santiago se había quedado dormido a los veinte minutos de haber abordado el avión. Aseguré su cinturón de seguridad, coloqué una almohada violeta con el escudo de LAN al lado de su cabeza, lo cubrí con una manta y apagué su pantalla. Las azafatas recorrían los pasillos. Las luces se apagaban. Cristian y Jacqueline se tomaban la mano, era su primera vez y ella se sentía asustada. El avión estaba a once mil metros de altura; la velocidad, mil cincuenta kilómetros por hora; temperatura exterior, menos cincuenta grados Celsius. Después de otro vaso con jugo de durazno, me dispuse a dormir.



4 de diciembre. Primer día en Buenos Aires. Salimos a recorrer por primera vez las calles de la capital argentina y apenas poniendo un pie fuera del hotel se respiraba un aire diferente, emocionante, un aire nuevo para mi nariz. Los edificios son altísimos, el más alto de la ciudad ronda los 180 metros. Los conductores nunca dan el paso. Caminamos a lo largo de la peatonal Florida, ahí encuentras de todo. Es popular porque siempre está lleno de gente y hay tiendas por doquier. Ropa, calzado, souvenirs, perfumes, maquillaje, cafés, joyería, de todo.



El camino a casa de la hermana de Cristian, mi tío, fue todo un contraste. Él quería mostrarnos cómo era viajar en tren y erróneamente secundamos su moción. Un par de cuadras antes de llegar a la terminal hizo que nos detuviéramos, guardó cualquier aparato digital o electrónico que tuviéramos fuera. Hizo que colocáramos nuestros bolsos a la vista, tomó a Santiago y lo subió a sus hombros, aseguró la plata en lo profundo de su bolsillo delantero y lo más importante: -No hablen-, Jackie y yo nos miramos fijamente con inquietud y seguimos caminando. 



Subimos al vagón. Fuimos de los primeros así que estaba vacío, pero conforme paraba en las otras estaciones, se llenaba cada vez más y más hasta que ya no pudimos movernos tan fácilmente. Los niños lloraban, se escuchaban ronquidos, alguno que otro vagabundo pedía monedas, cambié el modo de mi celular a silencio discretamente, más gente entraba, el calor comenzaba a ser sofocante, nos miraban, no podía siquiera pensar en quedarme dormida. A lo lejos corría un hombre abrazando un bulto contra su pecho, una mujer gritaba y otros tres salieron tras de él. Llegamos a la estación, no pudieron alcanzarlo.



5 de diciembre. Asado en el Club del Almirante Brown. Aquí todo es carne. Los asados los fines de semana son una ley. Junto al área de juegos, hay aproximadamente treinta asadores de piedra a lo largo del campo, cada uno con su respectiva parrilla. El club rebosa de gente los fines de semana. Está lleno de vegetación y áreas verdes; las más comunes son las canchas.



El «Cazadores» es la sensación. Muy pocos lo habían probado antes pero no tenía nada que ver con lo que en realidad es un tequila. Pomelo, sal, limón y listo. Hubo un par que se mareó con el primer vaso. Nunca comen chile. Nunca. Desde México habíamos traído una salsa molcajeteada de chile, tomate y cebolla que venía envasada al vacío. Con unas cuantas gotitas, la gente sufría. Ya no quisieron más.



Lo que separa a la Capital de Provincia es una amplia autopista recién remodelada y un camino de cuarenta minutos. Claro que se nota que la vida es diferente en ambos sitios. En la Capital todo es edificios, plazas, shoppings, hoteles, restaurantes, oficinas, autos, vino tinto, ravioles a los cuatro quesos, el tango, el subterráneo, el Club de Yates, el Obelisco, McDonald’s, Mercedes Benz, Audi, el Hilton, Chanel. En Provincia hay casas y tiendas sencillas, la Quilmes que no puede faltar, asado a la leña, el tren, los panchos, el fútbol, la cumbia.



Los chicos juegan al fútbol. Observo cómo desde pequeños ya son bastante hábiles con el balón. El aire mueve mi cabello y el sol calienta mi piel. Ahora es primavera. Hay pájaros cantando, insectos volando y buscando alimento entre las migas de la mesa, la Quilmes bien fría en la heladera. El césped recién cortado invita a recostarse y ver los árboles mover sus copas. A lo lejos se escucha -¡La concha de tu hermana!-, yo me río discretamente. La ceniza de los asadores vuela por el aire impregnando la ropa de un olor a carne, a familia.



La despedida sabe a nostalgia. Quién sabe cuándo se vuelvan a ver los viejos amigos. Recuerdos de antaño salen a la vista. Balones de fútbol ruedan a toda velocidad y pasan por encima de mi cabeza. Acá la vida es el fútbol. No hay hombre en el club que no vista una remera del Brown. En las calles la variedad es amplísima: el Almirante, el River, Boca, Independiente, Laferrere, San Lorenzo, Quilmes, Huracán, Vélez, etcétera, etcétera.



6 de diciembre. El Pilar es una provincia bastante lejos de la Capital. Es linda pero el camino es muy largo. Tomamos el colectivo desde Palermo y viajamos casi una hora y media para llegar. Afortunadamente, el colectivo era cómodo; asientos reclinables, aire acondicionado y cortinas que permitían admirar el paisaje. Más entrada la noche, la Gran Buenos Aires se ilumina. Los autos vienen y van. Son las dos de la mañana y aún hay movimiento. Los faros al costado de la Nueve de Julio brillan intensamente. El Obelisco al centro. Parece que la ciudad no duerme.



7 de diciembre. Si hay algo cien por ciento típico en la ciudad de Buenos Aires es el barrio de la Boca. Tango, arte, asado, empanadas, vino, Quilmes, mate, calles empedradas, paredes coloridas, murales. La Boca grita Argentina. Hay comerciantes por doquier. Las tiendas de souvenirs son carísimas, los restaurantes, ni se diga. A lo lejos observo una pareja bailando tango sobre una tarima. El joven, de traje negro, moño y sombrero; la chica con un hermoso vestido rojo intenso, detalles bordados en negro, tacones de charol y un clavel blanco en su cabello. Se mueven ágilmente al compás de la música. Un dueto de guitarristas toca tango, por supuesto. En una ocasión, se escuchó Cielito lindo, -en honor a México-.  Las empanadas de humita no se podían olvidar. No hay mesa en la que falte el tinto; los tarros de Quilmes chocan en el aire.



8 de diciembre. Un amigo de la infancia de mi tío nos visitó hoy. Llevó con él a Roberto, un cantante que imita a Leo Mattioli. La sorpresa fue que en realidad cantaba muy parecido. Pasamos una velada muy agradable acompañada de lechón a la leña y Quilmes, por supuesto. 

9 de diciembre. No he dormido en todo un día. Entré al hotel a las tres de la mañana. De nuevo, las distancias lo complican todo. A las seis en punto llegó el taxi y partimos rumbo al aeropuerto. Otra vez, el viaje de cuarenta minutos. Documentación, migración, revisiones, llena esto, llena aquello, firma aquí, firma allá. Llevamos una dotación de alfajores como para un año, botellas de whiskey y brandy que estaban en promoción y una que otra cosa que en ese momento nos pareció útil.

Ya en el avión, observaba a Cristian desde lejos. Tenía la mirada cansada y llena de nostalgia. Miraba a través de las ventanillas del Boeing 787 aquella tierra que lo vio nacer. El futuro era incierto y no sabía cuándo la pisaría de nuevo. Yo podía notar una lágrima correr su mejilla y un suspiro salir de sus pulmones. Notaba que con la voz baja entonaba aquella canción que desde pequeño conocía y sentía profundamente. Su voz temblaba y otra lágrima se escapaba: -No llores por mí, Argentina, mi alma está contigo. Mi vida entera te la dedico, mas no te alejes, te necesito-.

Por Valeria Barrera

02/03/2013

No llores por mí, Argentina

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