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La ciudad es para muchos quizá una fuente de inspiración, para algunos, un paisaje monótono y ajetreado y para otros, el hogar. Algunos encontramos en las ciudades algo más allá de un conjunto de edificios altos con ventanas relucientes, callejones sucios y solitarios y muchedumbres sinfín, sentimos una conexión con el lugar donde nacimos, donde experimentamos por primera vez, donde comenzamos nuestra historia.

Las ciudades representan el pasado, el presente y el futuro, la identidad de la gente que las habita, de los políticos que las gobiernan, de los niños que juegan en sus calles. Los sonidos, los aromas y los paisajes nos recuerdan las transformaciones que han hecho de cada ciudad lo que es hoy en día, cada una única e irrepetible y con sus propias memorias.



Coincido con Toriz (2007) cuando sugiere que «en los espacios heterotópicos, pasado y futuro se correlacionan con el presente influyéndose entre sí», sólo un ente de estas dimensiones es capaz de fusionar la esencia de sus fundadores con el estilo de vida de sus residentes modernos y al mismo tiempo forjar el espacio para las generaciones por venir, éstas son «las ciudades que caminan». No existen en un tiempo definido y si bien son perfectamente compatibles con las nuevas tecnologías, aún mantienen rezagos de lo que algún día fueron, de las batallas que presenciaron, de los héroes a los que vieron lanzar su último aliento.



La sensación de encontrarse en una metrópolis inexplorada es imposible de explicar. Las avenidas, los símbolos y los monumentos sobrecogen e intimidan, nos recuerdan nuestra pequeñez ante su inmensidad, nos invitan a un viaje del que no se espera regresar. Las ciudades otorgan libertad de movimiento, sus calles crean laberintos en donde cada pub, estación de trenes o librería se convierte en una parada grata que aligera el camino y devuelve las energías.



Sin embargo, en múltiples ocasiones ignoramos lo que la ciudad tiene para ofrecer y en cambio, como Toriz (2007) menciona, somos simples «transeúntes inconscientes de su lugar, su poder y su injerencia». Preferimos colocar en nuestros oídos un par de audífonos, sentarnos en el asiento trasero de un coche, cerrar las ventanas e ignorar las representaciones de vida que se escenifican ante nosotros con todo y banda sonora, como el anciano que alimenta con migajas una parvada de palomas, los bulliciosos vendedores ambulantes o el incansable joven que con destreza toca su guitarra.



Hablando de ciudades los límites resultan impensables, por ello considero que numerosos autores han decidido dedicarles unas cuantas palabras e incluso han intentado definirlas y categorizar sus elementos. Sin duda para algunas disciplinas, como la arquitectura, es indispensable ordenar e identificar las  características de las ciudades, no obstante, cuando se trata de describir el sentido y la naturaleza de las ciudades, recurrimos a conceptos como el de heterotopía de Foucault, con el que plantea que, en palabras de Toriz (2007), todas las ciudades desarrollan una función específica, «convirtiéndose en símbolo y ruta de circulación para expresar la discontinuidad y la diferencia» y que son capaces de «yuxtaponer en un mismo espacio distintas circunstancias».      



Con base en lo expuesto anteriormente, es acertado resumir que las ciudades son un misterio interminable, son infinitas y cambiantes, son antigüedad y modernidad. Cada pieza, por más minúscula que parezca, forma parte del enorme rompecabezas que son las ciudades, de su identidad y por lo tanto, de la identidad colectiva de la sociedad que la habita, que la siente y la respira. La ciudad conforma, a su vez, al individuo pues es su entorno y el escenario donde se desenvuelve, vive y eventualmente muere.

 

 

Toriz, Rafael (2007). Cartografías: Las ciudades –el lenguaje– y la voz que las habita. Recuperado el 4 de febrero de 2013 de http://antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=1100.

Cartografías

Por Valeria Barrera

05/02/2013

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